Artes y Cultura

Marosa di Giorgio, “la voz más nueva de Uruguay”

SON UN POEMA.

“Poeta, de obra singular y aislada. Su estilo es muy peculiar, se lo reconoce a la lectura de una línea cualquiera; y no se parece a nadie”. Así reza la definición de César Aira en el Diccionario de autores latinoamericanos. Marosa di Giorgio escribió desde la huella que le dejó la quinta de su Salto natal; a partir de ese vigoroso recuerdo tejió un riquísimo universo poético poblado de animales con rostros de hombre, flores y plantas protagonistas, brujas, duendes, damas que se dejan llevar, hadas y objetos con ánima entre infinidad de otros seres que encarnan los bizarros  acontecimientos que ocurren en sus poemas, relatos y la única novela que escribió. Quien no la conoció seguramente oyó hablar de su larga cabellera roja, los collares vistosos, sus lentes de mariposa, su andar de reina-druida en los Sorocabana de Salto y Montevideo. Quien asistió a sus recitales dará cuenta del impacto de sus versos y de su figura hechizante sobre el escenario.

 

«es notoria en Di Giorgio la  cohesión, la continuidad del tono, de los procedimientos y el material anecdótico.”


Quien escucha su nombre por primera vez debería probar el cáliz de su literatura soñada.

Nació durante el invierno de 1932, en una típica quinta de italianos en las afueras de la ciudad, zona de intensa vegetación, árboles frutales, huerta y exóticas plantas que sólo en ese microclima norteño crecen. Su casa quedaba a pocos pasos de la de sus abuelos Medici, inmigrantes toscanos que introdujeron en la zona los plantíos de olivos y el cultivo de gusanos de seda.

La mayor de las dos hijas de Pedro di Giorgio y Clementina Medici fue bautizada María Rosa pero poco duró ese nombre, pues con corta edad la niña se autodenominó Marosa. La infancia con su hermana Nidia y su prima Poupée transcurrió tranquila, sobreprotegida por padres, abuelos y tías. Crecieron en un entorno familiar culto y acogedor, en el cual se veneraba a Dios, se leían revistas extranjeras y los armarios albergaban todo tipo de conservas y dulces caseros.

En ese ambiente pleno de naturaleza y calor filial abrió los ojos al mundo esta niña intuitiva, tímida, un poco retraída pero poseedora de una gran percepción. Al detenerse en fotografías suyas de todos los tiempos se la advierte entre ida y absorta, con una mirada penetrante y a la vez ausente que da cuenta de un carácter introspectivo y sensible. Recuerda su hermana Nidia que muchas veces, cuando jugaban, Marosa se alejaba y se quedaba pensando, concentrada en sí misma.

Dijo Marosa, cierta vez, que a los cuatro años empezó a percibir; que fue en ese momento que se convirtió en una testigo sensible y ardiente de todas las cosas. Que de pequeña miraba en profundidad, con una atención extrema y dolorosa. Y que desde entonces quedó expectante.

El ritual formó parte de su vida desde muy temprano y vibraba con las pequeñas celebraciones que hacían en su casa. Navidad, Semana Santa y el Día de la Virgen eran grandes acontecimientos que la exaltaban, le hacían sentir la fuerza de la fe. El día que tomó la comunión, vestida de organdí blanco con varas de azucena en sus manos, Marosa se desmayó. Las luces y las flores de la iglesia enardecían su espíritu y no pocas veces imaginaba el sendero de flores que conducía a su casa como un altar. “Con mi hermana Nidia y nuestras primas hicimos representaciones bajo el ala casera, en presencia de los familiares, en que usamos una leve fantasía y era un homenaje a los santos. Fueron pequeñas fiestas místicas”, relató Marosa hace años en una entrevista.

A los nueve años Marosa le escribió un poema a la Virgen. Sentía la presencia divina, pero era un Dios muy a su medida como se puede apreciar en ‘Señales mías’, el prólogo que escribió en uno de sus primeros libros. “Por aquel entonces, Dios ya me quería, me amó siempre con voracidad. Como yo era una niña, él venía a mí alegremente; jamás se me mostró austero. A veces, hasta se disfrazaba de amapola, se ponía una bonita máscara rosada o de venado y usaba dominó velludo y color oro. Por entonces, Él me dijo que mi único destino era escribir poemas. Y yo le escuché sencillamente, sintiendo que iba a obedecerle”.
*
Dios la impulsaba a crear, Dios era ella misma. Y es así que a los diecisiete años publicó sus poemas en algunas revistas salteñas. Los años de liceo coincidieron con la enfermedad del abuelo Eugenio y el descalabro de las finanzas familiares. La familia se trasladó entonces a la ciudad y el mundo de la chacra pasó a formar parte del recuerdo. Al cumplir los 21 editó su primer libro de poesía de apenas dieciséis páginas, titulado Poemas.

Marosa “señalada para soñar”

Allí los recuerdos cobraron nueva vida.
‘‘Entre amargas y dulces maduraron las piñas de abril/ Los pájaros que ponen huevos rojos vuelan en torno a la casa, vuelan, vuelan./ De la chimenea sale humo, humo, humo./ La abuela prepara un pastel de huevo y piñón./ La niña salta de un cuarto, al otro, y al otro. La niña –zapatillas silenciosas y delantal./
En el umbral de la cocina, la detiene la abuela:
–Campánula./ Llamándola: –Campánula, y –Ramita de pino, y –Piñón./ –Necesito más huevos rojos/ –Treparé a los pinos./ –No a los de acá. Ya están vacíos. Tendrás que ir al bosque. […]’’

De Poemas

La chacra le servía de impulso para plasmar ese lenguaje personalísimo que tanto la caracterizó y también para pintar un universo que parece mágico a simple vista, plagado de seres sobrenaturales, de acciones que asumen el grotesco y que sin embargo están cargadas de simbolismos y significantes. Marosa, en sus escritos, asume un rol como de bruja de la huerta, druida del bosque, la niña que presencia los movimientos sutiles de la existencia, la intersección de distintos tiempos, de sus seres amados, vivos o muertos, con la fauna y la flora chacarera. A medida que pasa el tiempo el escenario rural se va transformando en otra cosa y en lo mismo. Se mantiene la fuerte presencia de la madre entre adorada y censuradora, algunos paisajes se tornan más lunares, a veces hay nieve o bosque, y vuelve una y otra vez sobre ciertos animales o vegetales como los hongos, “que tienen nuestra misma carne”:

‘‘Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio; otros, con un breve alarido, un leve trueno. Cada uno trae –y eso es lo terrible– la inicial del muerto de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne levísima es pariente nuestra’’.

 

Marosa:“Siempre sentí que había algo que me separaba de los objetos y las personas. Yo tengo una pequeña traba, una cosa leve, que puedo manejar pero que me hace sentir apartada del resto del mundo”.

De Historial de las violetas.

Los primeros trabajos de esta autora lograron proyección latinoamericana, al ser incluidos junto a otra serie de poemas más larga (los libros Druida y Magnolia) en Visiones y poemas, un volumen de la colección venezolana Lírica Hispana. Allí Marosa fue presentada por una de las editoras, Conie Lobell, como “la voz más nueva de Uruguay”, que con ocho relatos de prosa lírica colocaba su nombre sugestivo en la rica poesía del continente. La obra poética siguió brotando hasta el final de su vida y mantuvo siempre el mismo corte, el particularísimo lenguaje y los personajes que se repiten. Así fueron surgiendo: Historial de las violetas (1965), La guerra de los huertos (1971), Está en llamas el jardín natal (1971), Clavel y tenebrario (1979), La liebre de marzo (1981), Mesa de esmeralda (1985), La falena (1987), Membrillo de Lusana (1991), Diamelas a Clementina Medici (2000) y su último trabajo, Pasajes de un memorial al abuelo toscano Eugenio Medici (2004). La primera recopilación fue hecha en 1972 por la editorial Arca con el nombre Los papeles salvajes y los distintos libros se siguieron anexando hasta la última edición en 2008 a cargo de la editora argentina Adriana Hidalgo.

Toda su obra es idéntica a sí misma e irrepetible y como han dicho varios críticos, parece haber sido escrita de una sola vez. En su completa biografía El milagro incesante – Vida y obra de Marosa di Giorgio, el escritor salteño y amigo de Marosa, Leonardo Garet, habla de una “unidad incontrastable” de su poesía que “puede ser comparada con un organismo vivo” y sugiere que esa unidad proviene de la atención a la intuición, del respeto religioso que ella misma le tenía a su mundo interior. Roberto Echavarren, uno de los grandes estudiosos de su legado (que la ha vinculado en sus orígenes con Lautréamont y Jules Laforgue), señala que “es notoria en Di Giorgio la  cohesión, la continuidad del tono, de los procedimientos y el material anecdótico.”

Es notable lo joven que se dio a conocer Marosa, incluso con muy poca obra escrita. Hubo dos hechos claves que implicaron un salto en su trayectoria: por un lado, el Congreso de Escritores Americanos al que asistió en Piriápolis en 1959 le permitió conocer a reconocidos escritores argentinos que la invitarían sucesivamente a los encuentros en Buenos Aires; por otra parte, su fama se consolidó con la bienvenida que le dio Ángel Rama en el semanario Marcha a su libro Historial de las violetas. Posteriormente Rama la incluyó en su antología Cien años de raros.

Precisamente como ‘rara’ era también catalogada por mucha gente tanto en Salto como en Montevideo; pero en su acepción negativa: más como un ‘bicho raro’ que como una rareza a valorar. En Salto le decían de este modo, ‘la rara’, y era frecuentemente despreciada. El periodista salteño Ramón Mérica describió el impacto que provocaba al comienzo de los sesenta: “Era una señora extraña: el pelo muy largo se desplomaba sobre la espalda desnudísima en verano, que se enredaba en los chales en invierno, que siempre merodeaba por encima de pechos como de mascarón de proa, la cintura muy fina, quizá muy apretada por aquellos cinturetes Marilyn Monroe que radio Salto promocionaba con euforia, los collares interminables, las caravanas haciendo juego aún más interminables, y después los tacos, aquellos tacos que parecían salir de debajo de la tierra y clavarse en sus zapatos, aquellos tacos sobre los que ella evolucionaba ausente, enhiesta, la mirada sin saber adónde iba porque estaba velada por unos anteojos de punta hacia arriba, me parece que con piedritas brillantes, aunque creo que no miraba nada, mucho menos vidrieras. Eso sí: todo el mundo la miraba a ella”. Tal vez se sintió sola, o incomprendida. Según su amigo Fernando Loustanau, Marosa sufrió mucho por el silencio al que fue sometida y por ser muchas veces tomada como una figura anecdótica.

‘‘Cuando tenía seis años, ocho años, la abuela dictaminó vestido de liebre, que me librase de todo mal.
Y, entonces, hizo un sacón de piel de liebre y lo ajustó, y, adentro, puso lápices y libros.
Al alba, antes, en la noche, yo iba para la escuela, vestida así, y en cuatro pies, entre las hierbas parpadeantes y las dalias. Cientos de metros; a ratos, me detenía y preparaba café en un pequeño frasco y proseguía.
Mas, una vez, los niños feroces me descubrieron.
Gritaban: ¡Ahí, va Rosa la liebre! ¡Va la liebre, la liebre! ¡Va la liebre! Y me cercaban.
Las estrellas extendieron sus ramos para que trepase y huyera con ellas.
Pero empezó la aurora a pintar.
Y se vio el sacrificio en el matorral’’.

De La falena.
También es cierto que se sentía elegida, creía firmemente que era una persona “señalada para soñar”. Era muy consciente de que se distinguía del resto y no tenía pudor en decirlo. Más allá de su exótica forma de vestirse y gesticular, tenía una sensibilidad especial que así como la convertía en “testigo de todas las cosas”, la paralizaba un poco en la acción. En su escritura, por ejemplo, se puede apreciar el amor profundo hacia los animales y la gran piedad que les tenía, al punto de que intentó ser vegetariana.
‘‘Iban de nocturnas correrías hasta el Valle Negro y traían alimentos que siempre daban sospechas y poca satisfacción: carnes, hongos, fetos, fetas, todo parecido. […] Lavinia comía apenas con una delgada cuchara. Le daba temor’’.

De Reina Amelia.
Varias veces le pidió a su hermana que se hiciera cargo de animales abandonados de la calle. Sufría por ellos pero era incapaz de hacerse cargo. Lo mismo sucedía con las relaciones humanas. Sentía hondamente pero no podía cruzar ciertas líneas. Dijo en una ocasión:

“Siempre sentí que había algo que me separaba de los objetos y las personas. Yo tengo una pequeña traba, una cosa leve, que puedo manejar pero que me hace sentir apartada del resto del mundo”. Marosa nunca se casó y vivió siempre con su madre hasta que ésta falleció, en 1990. Desde que empezó a publicar hasta que se mudó a Montevideo en 1978 transcurrió un cuarto de siglo. En ese lapso la autora intercaló su escritura con un trabajo administrativo en el Registro Civil y con la crónica de sociales en el diario Tribuna Salteña.

Mientras vivió en Salto, su rutina laboral se quebraba con una pasión que reforzó su obra poética: el teatro. Junto con su hermana Nidia, Marosa integró el grupo Decir que había sido formado en 1947 en el Liceo Nocturno de Salto por la argentina Nydia Arenas. Con este grupo Marosa llegó a actuar en unas 25 obras en el Teatro Larrañaga. Allí se gestó la performer, la intérprete de su propia obra, que luego en Montevideo abordaría el escenario con el pelo suelto y maquillaje estridente para encender con voz de trueno sus propios versos.

Su vida en Montevideo fue riquísima en relacionamiento humano. La estampa clásica: Marosa, de mañana, sola en el Sorocobana, escribiendo y tomando café. Por la tarde, rodeada de gente en la misma mesa, bebiendo líquidos espirituosos. La barra del café estaba compuesta por escritores, poetas, plásticos, actores y directores de teatro y ¡vaya si se sentía orgullosa de formar parte! Wilfredo Penco, Elías Uriarte,
Amanda Berenguer, Teresa Porzecanski, Leonardo Garet, Luis Bravo, Fernando Loustanau, Miguel Ángel Campodónico, Roberto Echavarren, Concepción Silva Bélinzon, Ramón Mérica, entre tantos otros. Con ellos repasaban el mundo, discutían con afecto y moderación, se juntaban en el Sorocabana, en el Mincho o en el Lobizón. Garet la recuerda como centro natural de gravitación, con una voz baja y protagonista, pero también callada y dueña de una inmensa capacidad de asombro.

Inundaban su rutina el arte, la literatura y la amistad. ¿Pero dónde estaba el amor? Lo cierto es que si bien nunca tuvo pareja, Marosa conoció la pasión. Se llamaba Mario. A él le dedicó, entre paréntesis, el último libro que escribió, La flor de Lis: (Poemas de amor a Mario). La relación con Mario no llegó a ser, si bien –espaciados en el tiempo– mantuvieron varios encuentros en el Sorocabana de Salto. Las circunstancias no ayudaron; quizás Marosa no estaba hecha para la vida en pareja. Seguramente todos los personajes que construyó dan claves, nos dicen algo de sus sentimientos, pero el que seguramente más se le asemeja es Lavinia, una niña con alas de mariposa en la novela Reina Amelia que desarrolla un amor platónico con un hombre de nombre Manlio. En una de las últimas entrevistas que le hicieron declaró: “Puedo casarme hoy, mañana o pasado. Son cosas del destino. Tengo vocación de soledad. Pero estoy, como siempre, en la plenitud”.

El apogeo creativo coincidió con el reconocimiento.
Recibió premios y distinciones por parte del Ministerio de Instrucción Pública, el Ministerio de Educación y Cultura y la Intendencia Municipal de Montevideo. La B’nai B’rith le otorgó el Premio Fraternidad que le permitió recorrer Israel e Italia, y en 1983 fue tema de estudio en la Universidad de Nueva York, en la cátedra de Roberto Echavarren.

Protagonizó infinidad de recitales en Uruguay y Argentina alcanzando el punto más alto con El lobo, dirigido por Ricardo Prieto, que luego fue llevado al cine por Eduardo Casanova, con el título Lobo. En 2001 recibió el Primer Premio del Festival Latinoamericano de Poesía de Medellín por su obra Los papeles salvajes.

Fue en la última década de su vida que las escrituras de Marosa comenzaron a esbozar otros tintes, otra sensualidad, otra pulsión. Y con la naturaleza y con Dios comenzó a mezclarse también el sexo, lo sagrado con lo más terrenal. Y surgieron entonces (como siempre a puño y letra, pues Marosa escribía a mano, muchas veces en su cama) la serie de los denominados “relatos eróticos”. Su primer libro bajo este signo fue Misales. “Hasta el capuchón en que habito, desde muy lejos, me llegan el latir del mundo, sus silbidos y alaridos, con los cuales me atreví a armar, soñando, estos gajos, estas misas con luz violeta”, escribió la autora como presentación.

Para la Real Academia Española, “misal” es el libro que contiene el orden y modo de celebrar la misa. En este caso se trata de 35 relatos que llevan por título misa o misal (‘Misa de Pascua’, ‘Misa y tractor’, ‘Misal de la virgen’, etcétera) y que narran, cada uno de ellos, una singularísima unión sexual. Los protagonistas son acontecimientos y los que actúan son mujeres en su mayoría, con seres ‘yang’, masculinos, que pueden ser hombres, hurones, lobos, zorros o caballos.

‘‘Cuando el Gran Tatú nació ya era grande. Tenía costras, bigotes y un miembro enorme que llevaba escondido y que cuidaba mucho. Era su joya. Se daba cuenta. Sus vecinos quisieron ponerle un pantalón, lentes, y él se negó. Darle un trago de anís, que no quiso. Lo sensato era buscar mujer. Eso sí que sí’’.

De Misales.
A Misales, le siguieron Camino de las pedrerías, Lumínile y un texto largo que sirvió como antecedente de su novela Reina Amelia y que tituló Rosa mística. Para Marosa, una manera de vivir el sexo era la escritura, “una vía como cualquier otra, tal vez más completa y honda”. Sus textos exudan una apabullante libertad, una sensualidad muy sui generis, también se cuela el temor y una muy rara tensión erótica.

‘‘Arrodíllese, señora. Oremos. Es bueno rezar antes porque después se peca tanto. Que a eso vinimos. Como usted sabrá. A pecar’’.

De Misales.
Hay cortesía y autoritarismo; hay “señoras” y “señoras niñas” que con infinita naturalidad ceden ante las propuestas; huevos que se engendran en esas uniones; elementos de la naturaleza que acechan: el sol que se ve sospechoso, las sombras que rodean, seres misteriosos que participan en el sexo como gran fuerza creadora. La inmensa naturaleza es ying y yang, cavidad y protuberancia, goce y dolor, bonhomía y crueldad, vida y muerte. Marosa lo percibe y con cruda y exquisita escritura arma estos relatos que, aunque un poco diferentes, poseen la misma matriz que su poesía inicial. Para ella son libros sagrados, pues entendía que lo agudamente erótico es la vibración suprema, la unión con lo divino.

A pesar de lo viva que aparece la muerte en su obra, Marosa le tenía pavor. Y quizás es por esa razón que más cerca del final de su vida, el sexo, la fecundación, el amor, aparecen como el gran antídoto, como el gran ying que expande, que crea, que acalla el temor al silencio eterno, ese silencio implacable que una mañana de agosto le cerró, a ella también, los ojos profundos.

Fuentes consultadas:
El milagro incesante. Vida y obra de Marosa di Giorgio, de Leonardo Garet.
La palabra entre nosotras. Actas del Primer Encuentro de Literatura de Mujeres, Montevideo, 2003.
Malena Rodríguez Guglielmone. Periodista y licenciada en Economía. Cursa el Diploma de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Montevideo.


Marosa, en clave de reino
Por Sabela de Tezanos
Fui a conocer en persona a Marosa di Giorgio con la convicción de haberla leído lo suficiente: esta ingenuidad me había acompañado durante años. Pero la consistencia de su universo literario no era más que un leve acento del entramado denso y fresco de la mujer de carne y hueso y de los personajes de sus poemas y relatos. Era tal la correspondencia entre la presencia de Marosa, su voz, el modo de leer su propia obra y el clima de sus libros que yo, que la admiraba, supe más tarde que sin conocerla me hubiera perdido algo fundamental de su creación.

Una tarde de fines de los años noventa nos citamos en el café Sorocabana de la calle Yi. Mi propósito era invitarla a leer en un ciclode lecturas que yo organizaba en un bar de Punta Carretas. Ella compartiría una velada (que llevó por nombre Poemas Eróticos) con Sarandy Cabrera, quien leería sus traducciones de John Donne precedido por la lectura de los poemas originales en inglés a cargo de Roberto Echavarren. Yo dudaba entonces de que Marosa aceptara la invitación.

Hacía mucho frío la tarde en que nos encontramos. Ella, envuelta en un sacón cerrado con un broche de piedras, maquillada hasta el candor con sus rojos pavorosos en labios y uñas, con el cabello haciendo juego y detrás de sus lentes de nácar alargados, me esperaba en una mesita junto a la ventana. A cada rato venía el mozo trayéndole un recado, pues le dejaban mensajes telefónicos en el bar. Aquel sitio era como el living de su casa, se habían adoptado mutuamente: era su hábitat natural y con él se había trasladado desde la legendaria esquina de la Plaza Libertad en el centro de Montevideo, así como antes desde su Salto natal.

Nuestra conversación fue cálida y liviana, con un toque sutil de desconfianza de su parte que no llegaba a impedir la comunicación.

Bebíamos café. Decía recordarme por un libro mío que yo misma una vez le había alcanzado. El efecto de nuestro intercambio la llevó a aceptar mi invitación, y fue una suerte, porque no sé insistir.

A los pocos días la llamé para saber si deseaba algún detalle en la escenografía durante la presentación, y si le gustaba elegir algo de música. “Un clavel rojo”, me respondió, “… y Sibelius”. Así fue. En aquel sitio colmado de público, su timidez proverbial y su voz vencieron el murmullo de la gente y el ruido de platos y vasos. Luego de queRoberto y Sarandy hicieran una memorable lectura de los textos de Donne, resultó imposible sustraerse a su decir imponente y al influjo del vínculo sólido entre su mundo y su persona. Pues sólo ella podía portar tan bien a la escritora de ese universo, brillante en su oscuridad, arrastrado desde las raíces por su aura. Marosa respiraba en los paisajes que describía. Los hacía habitables con su propio paso.

Su figura emanaba terciopelos y tules y encajes y corolas de flores remotas, árboles de magnolias, huevos azules, diablos y dioses en disputa, bramidos y silencios. Era aceptable a su lado el animismo inquietante que puebla sus libros, la bondad y la maldad inocentes, el definitivo apego al aire de la infancia, los nudos de temor y de misterio, la textura que ella desde las letras manejaba entre sus manos como una cadencia ineludible.

Coincidimos en algunas lecturas colectivas, ella siempre amable en su distancia finísima, desde la controlada estridencia de sus accesorios. El deslumbramiento que promueve su obra se veía potenciado por ese compromiso vital y visual con ella: sello indeleble, ese gesto que no se desvanece, esa complejidad genial e insondable, se entretejía delicadamente con su reserva, con el desajuste tal vez deliberado de su vestimenta, con su apariencia “de mundo” fuera del mundo.

En noviembre de 2003, Marosa aceptó leer al finalizar la jornada final de lecturas en el cuarto día del Primer Encuentro de Literatura Uruguaya de Mujeres, realizado en el Espacio Barradas del Museo Blanes. Fue ovacionada por una concurrencia tan numerosa como selecta. Sin saberlo, era la última vez que la mayoría de los presentes la escuchábamos.

Un año después le extendí una nueva invitación, entonces para un ciclo literario que tenía lugar en el Centro Cultural de España.

Previamente había consultado a Roberto Echavarren, a quien invitaba a leer con ella. Marosa estaba enferma y yo no lo sabía, pero no declinó.

Las invitaciones se cursaban con mucha anticipación. Con los días, me contó que no estaba bien, que se había caído y le costaba recuperarse.

La fecha de la lectura se aproximaba. Sin querer importunarla, le ofrecí una alternativa a lo que hasta entonces yo creía su convalescencia: la actriz Gloria de Massi aceptaba leer a Marosa si ella no podía asistir.

Y Marosa aceptó. Tuve que seleccionar el material: ella no estaba en su casa, no tenía consigo sus libros ni los textos más recientes escritos a mano. Y otra vez me impregné de su mundo fantástico, tan otro siempre y a la vez el mismo.

Siento que ella cuidó de mí durante esos últimos meses de mayo y julio en que estuvimos en contacto por haberla invitado a la lectura.

Estaba por salir en Buenos Aires su último libro, La flor de Lis, editado por El cuenco de plata. Hablamos de ello, de su salud, de las notas de prensa que se ocupaban de difundir la salida del libro.
Y llegó finalmente aquella jornada en el CCE. Gloria se sentía honrada por leerla, pero manifestaba no estar a su altura para sustituirla.

Hizo una lectura emocionante, hermosa. Roberto ponía en pie, a su vez, el magistral estigma de su literatura, bajo el emblema de una convocatoria que por reunirlos a ambos se titulaba “Las musas inquietantes”. Era el 15 de julio de 2004.
Llamé luego a Marosa. Estaba mejor, me dijo. Pero en menos de un mes, se moría.
Claves de un mundo otro
Con motivo de los homenajes que se le realizaron al año de su fallecimiento, se me solicitó que escribiera algunas palabras sobre ella, nuevo pretexto para internarme en su universo repasando sus libros, entrevistas y otros materiales. Cierro mi recuerdo de Marosa con un fragmento del texto leído en aquella oportunidad:

“La abolición del tiempo, el devenir otra cosa, la danza fantástica de criaturas en el aire mágico y siniestro de los relatos/poemas de Marosa son velos poderosos entre la realidad y el sueño, entre fábula y vida, inquietos, reiterados, insistentes, sostenidos por una figura que se hizo parte de la literatura, que fue una con ella.

La oscilación sutil de su obra entre la biografía y la ficción, entre prosa y poesía, demarca un territorio único, autosuficiente, que en tanto género literario también propone la metamorfosis constante, deviniendo una y otra cosa cuando no las dos a la vez. Esta libertad genera inestabilidad, fuga, confusión: algo va y viene cruzando las fronteras entre lo inanimado y lo animado, presente y pasado, lo sexuado y lo no, fauna y flora, yo poético y real, deidad y demonios.

Ese cruce configura el mundo prolífico donde convergen el mito y lo sagrado, la fuerza del deseo, los bordes del sentido, el destino azaroso, gratuito, la vida y la obra.

Marosa acusa conciencia de su marginación, de su ‘extraña identidad’. Desde ese sitio, ostenta su juego con los límites manteniendo la justa tensión, la expectativa por un desenlace. Es el registro de un paraíso del cual ella es, como enunciante, espectadora o protagonista velada, pero ajena y privilegiada, sin responsabilidad.

En ese mundo cargado de erotismo, ángeles, insectos, animales, vegetales, padre y madre, se mueve el yo enunciante en íntima correspondencia, extendiéndose a la figura, a la construcción de la Marosa real, envuelta siempre en un glamour imperturbable desde el largo de su cabello hasta la naturalidad para sobrellevar su trascendencia en Argentina o su inolvidable periplo céntrico por los cafés montevideanos. Su entrañable extrañeza es poesía enraizada en la vida diaria, un modo de elegir cómo ser ‘leída’ en cada detalle.

Cuando un artista pone en juego su integridad física y se desplaza en el mundo más como artista que como persona, cuando es difícil el intercambio porque interfiere el registro continuo de ese otro universo, de una certeza ajena al momento, uno presta atención para dar alcance, más allá de la probable construcción deliberada, al rumor constante y definitivo de la obra”.

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