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Cuando Ramón Mérica pudo entrevistar a Pablo Neruda, ya enfermo

TROTAMERICA EN CHILE. Pablo Neruda con Ramón Mérica

Lo vi por primera vez en el verano del 68, en Punta del Este, uno de esos reposarios marítimos, como le gustaba decir con ese mágico dominio de la palabra, con ese duende único que poseen los iluminados. Cuando llegué a la casa donde se hospedaba -cuando llegamos, porque invité a una amiga, Victoria Pueyrredón, para ir juntos- el poeta estaba ensimismado en el tranco oculto de un escarabajo entre la hierba, siguiendo con asombro el itinerario del insecto por entre las enormes espadas de savia verde que para los ojos humanos eran hilos de minúsculo vegetal. Cuando lo vio desaparecer, un largo rato después, tomó su lapicera cargada con tinta verde y empezó a escribir: era un poema, un bellísimo poema bautizado El escarabajo, que Victoria y yo tuvimos el privilegio de ver nacer, de oírselo decir. Yo no podía imaginar entonces, ni remotamente, que cinco años después sería Victoria la que me abriría el paso hacia una meta aparentemente imposible: entrevistar a Pablo Neruda en su casa de Isla Negra, Chile.

Si ya lo conocía, si ya nos conocíamos, ¿cuál era la dificultad en poder verlo? Ocurre que entre ese primer encuentro del 68 y febrero del 73 sucedieron muchas cosas: Neruda fue nombrado embajador en París, allí recibió el Premio Nobel, allí sintió las primeras dolencias, allí se enfermó y desde allí volvió en noviembre del 72 a su refugio chileno de Isla Negra. Pero entre ese tiempo, también, entabló con Victoria Pueyrredón una cálida amistad cuyo fruto habría de ser un libro muy curioso basado en las memorias de Manuel Alejandro Pueyrredón, prohombre de la historia argentina y tío bisabuelo de Victoria, en las que relata la profunda admiración que sentía por José Miguel Carrera, héroe de la independencia chilena, a pesar de las diferencias políticas y de que Pueyrredón había sido prisionero de Carrera. Esas memorias ya habían sido recopiladas por el Dr. Carlos Alberto Pueyrredón en 1929 y ahora Neruda (que había leído ese libro primigenio y había quedado profundamente emocionado) le proponía a la hija del recopilador hacer una reedición en común con el agregado de poemas, canciones y un prólogo de él y otro de la descendiente de Manuel Alejandro.

Fue gracias a ese libro -un volumen cuidadísimo de impecable factura: J. M. C. El Húsar Desdichado– que pude acceder hasta la residencia de Isla Negra ¿Por qué? Porque Victoria había sido invitada por Neruda a pasar unos días en aquella casa sobre el Pacífico, una casa que en una época estuvo abierta a todo el mundo y que desde el retorno del poeta de París -víctima de un cáncer que descontaba sus días- estaba vedada a cualquier visitante y cuya puerta había sido franqueada en las últimas semanas solamente por el presidente Salvador Allende. Nuestra amiga común iba con el cometido de llevar ejemplares del libro engendrado entre ella y el poeta chileno, pensaba pasar allí un par de días, pero a pesar de eso me propuso: Gracias a ti yo conocí a Neruda en Punta del Este. Yo sé que en este momento él no ve a nadie, que no quiere que nadie lo vea, mucho menos tratándose de periodistas, pero sin prometerte nada, ¿por qué no venís? Al fin de cuentas ustedes ya se conocen y no vas a caer como un periodista cualquiera…

No puedo disimular en este instante -como no pude disimular entonces- lo que significaba poder ver a Neruda en ese momento. No lo pensé dos veces y me fuí a Chile. En ningún momento Victoria especuló con la posibilidad de que yo fuera a hacerle una entrevista: simplemente me entreabrió una puerta que yo podría traspasar o no, pero tampoco puedo olvidar el día en que después de una llamada telefónica en la que Matilde Urrutia, mujer de Neruda, le decía que la mandaría a buscar al Hotel Carrera donde estábamos alojados para llevarla a Isla Negra, le aclaraba sin lugar a confusiones: Pero tú sola, Victoria. Tú sabes que Pablito no puede ni quiere ver a nadie. La aclaración venía porque Victoria había deslizado en la conversación que había venido acompañada por mí y que yo tenía gran interés en volver a ver a Neruda. No hubo afloje: todavía recuerdo la tarde en que un auto negro se detuvo frente al Carrera, en que un hombre cargó el maletín de mi amiga y yo me quedé, sin ninguna esperanza, sumido en una espantosa sensación de fracaso, parado en la puerta del hotel, mientras veía que el auto se ponía en marcha y se alejaba, dando vuelta por el Palacio de la Moneda, rumbo a la casa del poeta, rumbo a ese lugar al que yo ya no tenía mayores esperanzas de llegar.

Yo voy a hacer todo lo que pueda para que vayas me repitió Victoria hasta antes de partir, pero yo ya estaba convencido de que no lo podría ver. Tal como habíamos proyectado, hablábamos por teléfono varias veces al día (nunca he quemado más horas pendientes de un aparato que esa vez) y en esas conversaciones la invitada me contaba cómo estaba pasando en Isla Negra, cómo era la casa y el paisaje, cómo estaba Pablo. Pero también me confesaba su muy vasca obstinación en que yo fuera recibido: tímidamente, al pasar, en medio de una conversación, mencionaba mi interés en llegar hasta allí, obteniendo siempre un No rotundo de Matilde y un cauteloso silencio por parte de Neruda. Hasta que la insistencia, finalmente, surtió su efecto. Nada de entrevistas, nada de preguntas, nada de fotos ni de grabadores. Fíjate que Pablito no ha concedido entrevistas desde el retorno de París ni a los periodistas chilenos, así que mucho menos puede hacerlo con un extranjero, pero dile a Ramón que puede pasar a buscarte cuando tú decidas marcharte y ver a Pablo un momentito. Con eso bastaba.

Al día siguiente, antes del mediodía, yo ya estaba en la puerta de Isla Negra, una puerta aprisionada bajo siete candados, con la ilusión estrictamente personal de ver al poeta sin pensar en la remota posibilidad de un reportaje.

 

CONTINUARÁ (En el libro que estamos por reeditar “AGONISTAS Y PROTAGONISTAS” de Ramón Mérica).

 

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