Veredas

Una historia de diligencias en la Banda Oriental. Una epopeya singular: viaje de largos días hacia la abuela

VEREDAS CAMINADAS POR RAMÓN MÉRICA.

No es libro. No es un viaje. Tampoco es un libro sobre un viaje. Es, más que nada, una invitación a ojear furtivamente por la cerradura del pasado, en la que dos familias montevideanas y sus siete niños emprenden, nada más, ni nada menos, que un viaje en diligencia desde las Sierras de Minas hasta La Paloma. Pero es, por encima de todo, una deliciosa mirada a una forma de ser que el tiempo se llevó. Leer estos apuntes de memorias es viajar con esas familias.

Nada de veredas, calzadas ni calles porque en lo que aquí se cuenta no hay veredas ni calzadas ni calles que valgan.

Es una variante vernácula, muy criolla, del mito del viaje, Guillermo García Moyano pidió por los años setenta, cuando él ya se paseaba por los ochenta, una mano prestada a la memoria, que no se hizo rogar, para contar el itinerario de tres largos días por la despiadada y bella geografía uruguaya camino al lejano Este.

¡Qué carromatos más extraños eran aquellos! Altísimos y como suspendidos, sobre altísimas ruedas. Pintados con colores bien chillones, con mucho de amarillo¨.

La propuesta, más que historia o argumento, es una invitación a participar de un periplo que arranca en Montevideo y en ferrocarril hasta la terminal en la estación La Sierra, casi al pie de la Sierra de las Minas. Eso no es nada. Lo que viene después es lo sabroso, porque el plan es llegar hasta una pequeña estancia cerca de La Paloma, en Rocha, en diligencia y con todos los obstáculos previsibles por los caminos y senderos marcados en 1906. Los argonautas de esa azarosísima travesía pertenecen a dos familias, los García Moyano y los García Machado, la primera con cinco niños, la segunda con dos, siete chiquilines a los que hay que agregar los cuatro integrantes de las dos parejas y una tía abuela solterona y generosa en carnes que había criado a la señora de García Moyano y ahora hacía lo mismo con sus hijos. Hay que imaginarse, dentro de una diligencia de principios de siglo, a esas doce personas rumbo al océano. Ah: no olvidar al Mayoral Espeleta, conductor del carruaje, con quienes compartirían la complicada odisea. Ya en La Sierra, el niño García Moyano rememora, abandonando el primero de los muchos ¨pucheritos» que comerá en el trayecto:

«Desde la puerta del comedor, levántadome de la mesa, me puse a observar las diligencias, que tenían sus nombres pintados en la base de la caja, en una franja por debajo de las tres ventanillas laterales. Una, la ¨nuestra¨, se llamaba ¨La Coqueta del Este¨. ¨La otra, que parecía a punto de partir, se llamaba ¨La Rochense¨. ¡Qué carromatos más extraños eran aquellos! Altísimos y como suspendidos, sobre altísimas ruedas. Pintados con colores bien chillones, con mucho de amarillo¨.

Cuál era el sentido de ese viaje tiene una explicación muy llana: visitar a la lejana y desconocida abuela, a la que quizá verían por única y última vez. Así las cosas, empieza el trayecto, que será acompañado siempre por una persistente lluvia, a veces por inesperados chubascos, lo cual lleva a imaginar el estado de senderos y caminos primitivos por los que deberá pasar la diligencia y sus nueve caballos con el numeroso grupo humano a cuestas. Las primeras imágenes gozadas por los niños fueron las de las sierras, y muy en la lejanía, la gran joroba del Pan de Azúcar, que se fue acercando sin que se dieran cuenta, lo mismo que cuando llegaron al pueblo homónimo del cerro. Hasta el momento el agua había sido una forma de compañía, pero no faltaría mucho para que se convierta en una suerte de presencia implacable que parece retratar la ansiedad por llegar a la casa de la viejita ¨ya octogenaria, menuda y llena de encanto».

Y es entonces cuando las patas de los caballos empiezan a enterrarse en el barro, que hay que apurarse porque en cualquier momento tal arroyo no va a dar paso o deberán volver para atrás, que es necesario atreverse ante el Maldonado crecido y donde se produce uno de los momentos más divertidos y graciosos del relato cuando la tía vieja, muy gorda, no acepta bajarse del carromato para el peligroso cruce y corre el peligro, en cierto momento, de ser arrastrada, con diligencia y todo, por las ariscas aguas fernandinas. Felizmente no ocurrió nada malo, y así la comitiva llega hasta hasta San Carlos.

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¨Nos consideraban, sin duda, al vernos pasar, vencedores del barro, por el increíble aspecto de la caballada y del carruaje. La diligencia dio -como en todos los pueblos- su invariable vuelta a la plaza, y en la esquina inmediata a la vieja iglesia colonial, toda blanca, en que estaba el hotel, con su patio de diligencias al fondo del mismo, entramos por la calle del costado. Recién allí se detuvo ¨La Coqueta del Este¨.

Faltaba bastante, sin embargo, para que el núcleo familiar pudiera gozar con las caricias de la abuela y de las tías viejas que se sentaban en el patio a tramar encaje de bolillos. Faltaba, sobre todo, el encuentro con otro ¨pucherito firme, quizá el último del trayecto y el antecesor gustativo de lo que les esperaba en la pequeña propiedad de la abuela, porque todo hacía suponer que en la modesta estanzuela había grandes preparativos para la llegada de las familias montevideanas. Con todas esas expectativas y el mayor de los cansancios, la diligencia entra en Nuestra Señora de los Remedios de Rocha, ¨al galope contenido de toda la caballada, con el cuarteador caracoleando en su pingo, como en exhibición¨, y se detiene delante de una casa a dos cuadras de la plaza, en la esquina de 25 de Mayo y Orosmán de los Santos: era la casa de la abuela, pero la abuela no estaba allí sino que los esperaba en su campito cerca de La Paloma. Y hacia allí enfilaron en ¨break y con cuarteador¨, llegando al promediar la tarde a El Abra y todas sus sorpresas por venir.
¨Hasta que llegó la noche todos rodeamos a la abuela, figura atractiva, de especial encanto. Las tías viejas venían a ofrecernos a los nuevos nietos bizcochitos bañados ¨de las López¨de Rocha, con forma de animalitos, también ticholos y dulces del Chuy.

Porque las tías viejas habían preparado bien y previsto todo con anticipación. Hasta una enorme carpa, como de quince metros. La habían armado en el medio del gran patio, con farolitos chinescos… Pero también colgado en alto, en lugar preferente un retrato grande de Saravia, a caballo, presidía todo. En mis diez años, aquella imagen del caudillo, caído apenas dos años atrás, me llenaba de emoción. La mayor de las tías -la que pintaba de celeste su rancho- devotamente lo había colocado en aquella posición de altar. Por descontado, en toda la gran familia no había disidencia. Con todo, la tía mayor contaba, con pesadumbre, que uno de los otros nietos, alto y desgonzado muchacho de pocas palabras, como oveja negra, se insinuaba ya como colorado¨.

 

Con todas esas expectativas y el mayor de los cansancios, la diligencia entra en Nuestra Señora de los Remedios de Rocha, ¨al galope contenido de toda la caballada, con el cuarteador caracoleando en su pingo, como en exhibición¨, y se detiene delante de una casa a dos cuadras de la plaza, en la esquina de 25 de Mayo y Orosmán de los Santos: era la casa de la abuela…



En esos días del verano de 1906 que luego serían inolvidables y hasta provocarían un libro, los chicos se deslumbraron con las majadas, el rodeo, la siega, y la trilla del trigal, ¡y hasta una yerra!, amén de los mediodías pescando en los arroyos o escuchando los cuentos de los gauchos. Pero poco los intrigó tanto como ver a las tías viejas, todas las tardes a la caída del sol y a la sombra del patio, sentadas en fila, cada una en la puerta de su rancho, ¨muy arregladitas y acicaladas las cuatro, como si concursaran en algo, o estuvieran sometidas a una prueba. Era una escena muy especial, que se repetía a diario¨. Era el momento de hacer nacer entre sus dedos los incomparables encajes de bolillos, esa complicadísima artesanía en la que cada hoja o flor cuesta miles de movimientos de dedos y puntadas, como lo ha enseñado la alta tradición de Brujas, Alencon o de toda Inglaterra. Como en un acto de prestidigitación -tejer esos encajes es eso: un acto de magia- los niños se entregaban al embeleso del manipuleo de las tías con los husos enroscados por blanquísimos hilos y de donde brotaban primores que ni siquiera se atrevían a comerciar en Rocha. ¿Dónde estarán esos encajes? ¿Quién atesorará esos primores? En qué curva del olvido pernocarán esos arcanos ahora que, como dice García Moyano, ¨todo se fue, menos el recuerdo, que permaneció firme y seguro en mi memoria¨.

Crónica de un viaje en diligencia. Las tías viejas hacían encaje de bolillos. De Guillermo García Moyano. Prólogo de Daniel Vidart. Colección Lectores de Banda Oriental. 70 págs.

HISTORIA RESCATADA DE LOS BAÚLES DE UNA VIEJA MEMORIA

Enrique Piñeyro, 69, periodista, sobrino de Guillermo García Moyano (1896 – 1983) es quien ha rescatado del olvido los deliciosos recuerdos de su tío, con quien supo conversar largamente, aunque advierte a ¨Veredas¨, ¨No era muy hablador, pero sí un gran conversador¨.

Con respecto a ese rescate, Piñeyro revela: ¨Cuando murió ¨Yimo¨, porque así lo llamaban en la familia, la viuda, María Amanda Dufort y Alvarez, consideró que ella debía conservar todo lo referente a su marido, y así lo hizo, Cuando ella falleció, yo me preocupé por los papeles y así fue que me encontré, entre otras muchas cosas, ese delicioso relato del viaje en diligencia hasta Rocha¨.

Entre esas otras muchas cosas figuran recuerdos de la Universidad vieja en Juan Lindolfo Cuestas, donde funcionaban las Facultades de Ingeniería y Arquitectura y donde García Moyano cursó la Secundaria, una semblanza de su amigo Lincoln Machado Rivas, que fuera catedrático de Sociología, las ilusiones de un estudiante de Derecho en los primeros años del siglo, amén de viñetas entre las que se cuentan personalidades como Pablo Neruda. Con algunos de esos materiales, Piñeyro piensa armar un nuevo volumen para Banda Oriental con más recuerdos de su entrañable tío ¨Yimo¨el memorioso.

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