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Tan viejo como el mundo, de Leonel Tuana

leonel-tuana-portada-diario-uruguayLOS CUENTOS DE LEONEL TUANA. El mundo está loco. Es que la violencia, como siempre, cunde por todas partes y a todo nivel. Sin embargo, la mujer es protagonista dolorosa y lamentable de la mayor violencia de estos tiempos. Por eso se está gestando un movimiento mundial de rechazo a los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas. No obstante, hay muchas mujeres que se prepararon en el pasado y seguramente también en el presente para defender sus vidas, sus derechos tratando de poner coto a la violencia desenfrenada que esas mujeres sufren.
En esta ocasión hemos titulado “Tan viejo como el mundo” porque los pecados comunes entre hombres y mujeres han sido en la historia de la humanidad una suerte de venganza que en este relato que ustedes leerán no aprobamos lo que ella hizo pero…
Los invitamos a leer este relato con la mayor atención que les sea posible y los preparamos también para la tercera publicación que verá la luz en días próximos en este mismo sitio y que hemos titulado “Un llanto incontenible”, el que fue un hecho real que cubrí para la televisión local en los albores de mi profesión de periodista. Aún recuerdo vívidamente una de las escenas más espantosas que vi… pero vamos a esperar más bien la publicación de la próxima semana.
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Comenzó a prepararse, para esa tarde, con calculados movimientos. Primero, al salir del baño, fue la crema que esparció lentamente por sus brazos, sus piernas, su cuello y su rostro. Pensó, en ese momento, para qué, qué importancia tendría todavía dentro de una hora o dos.
Después eligió las prendas interiores del segundo cajón de su armario personal y privado porque no le gustaba que nadie viera sus bikinis -que eran exactamente minúsculos- y todavía menos aquellos soutiens que ocultaban grandes rellenos porque parte de su cuerpo había caído a pesar de su lucha contra la gravedad.
Se encogió de hombros como para disimular un rictus de desagrado que apareció en la frente. Entonces se levantó, semidesnuda, enfrentándose a la realidad que el espejo le gritaba. Con rabia contenida se quitó todo lo poco que tenía encima y los arrojó lejos, como culpando a su ropa interior por algo que ni ella misma sabía qué era.
Otra vez enfrento la verdad. Primero de frente. Después quiso verse de espaladas pero no pudo contemplar la figura completa a pesar de la contorsión de su cintura. Por eso sintió un pequeño aguijón en el cuello. Así que se quedó mirando su cuerpo de costado y el optimismo volvió. Lo que el espejo le devolvía era, para ella, casi lúdico. A veces, gozando de los baños calientes de espuma, tenía ribetes sensuales o tímidas caídas hacia el sexo solitario que después la avergonzarían cuando el empuje de la pasión cesaba.
Aspiró profundamente y sus pechos se irguieron y allí tomó la decisión que hacía meses que venía postergando. Es que no quería confesarse que estaba a las puertas de la vejez con sus flamantes 60 años.
Su médico de cabecera le explicó que sus seis décadas de vida eran la plena menopausia con todos los malestares que experimentaba y sus calores que la sofocaban. Sin embargo, ella tenía grabada a fuego, ese insulto, gritado a viva voz en una pelea conyugal.
-Estás vieja. ¡Ni siquiera deseo tocarte! ¡Me das asco!-
Su cumpleaños, tres días atrás, lo pasó en soledad. Todo el día preparó en la cocina los manjares que sabía que tendrían quizá, el mismo efecto que cuatro décadas atrás, en la época dorada de sus 20 años.
El escenario era subyugante.
– Velas, luces indirectas, música lenta y suave además del perfume francés que distribuyó sabiamente en ciertas partes de su cuerpo.
Aquel aroma le recordaba noches apasionadas donde lo único que importaba era sentirse transportada al cielo, a las estrellas y profundamente penetrada por el amor, ese inmaculado sentimiento que la había hecho feliz durante tanto tiempo y que se había roto como un cristal se despedaza al estrellarse en el suelo, al enterarse de eso que para ella era innombrable. Era tan vergonzante como sucio al mismo tiempo. Cerró muy fuerte sus ojos para aventar ese horrible presentimiento.
En ese momento recordó sus pestañas.
Abrió la gaveta donde tenía sus cremas y todas las cosas que la embellecían para darse a la tarea de combinar de todo un poco, de manera de lograr una máscara facial que la hiciera joven, bien joven, tan joven como para luchar con sus mejores armas de seducción.
Se colocó pestañas bien largas y protestó calladamente porque siempre tenía dificultad para evitar que sus ojos se sintieran agredidos. Después fue la base de un tono marrón muy claro; después los polvos que ella había seleccionado con cuidado pero antes ocultó las “patas de gallo”, las odiosas arrugas sobre el labio superior además de las huellas en su frente que eran todavía débiles pero también inevitables. Por fin atacó, sus ojeras que ocultó con un lápiz blanco especial. Es que había llorado buena parte de la noche imaginando escenas repudiables.
Se durmió asqueada por sus propios pensamientos contra los que no sabía cómo enfrentarlos para que nunca más vinieran a su mente.
Usó una bikini roja, que haría contraste con su cabello renegrido, lo mismo que la parte superior. Después pantalones blancos muy entallados y una blusa carmesí deslumbrante.
Los zapatos, de taco aguja, completaron la figura.
Se miró en el espejo por quincuagésima vez y quedó satisfecha.
La cartera que eligió era un sobre aterciopelado porque para lo que llevaría en su interior sería más que suficiente, aunque prefirió la de colgar para tener sus manos libres.
Al salir a la calle buscó un taxi y de entre sus pechos sacó un pequeñísimo papel con la dirección exacta.
Se colocó los lentes negros y alborotó un poco sus cabellos recién cortados por la base del cuello.
Aún no sabía qué encontraría en aquel antiguo apartamento y eso la tenía muy nerviosa. La mujer que tiraba el tarot le había confirmado lo que sus amigas habían revelado continuamente en el último año. Ella se había resistido a creer una y otra vez.
Una amiga que siempre sospechó que la había traicionado en su casa con su marido y en la misma cama matrimonial, hizo una discreta vigilancia durante algunos días. Una tarde de invierno que ella recordaría sin descanso, trajo la confirmación de la infidelidad.
La amiga solo pudo corroborar lo que estaba a la vista.
Su marido se encontraba todas las tardes durante dos horas, en el 2º piso del edificio de apartamentos convertido ahora en un indisimulado lupanar. Siempre llegaba solo y salía de la misma manera con el cabello húmedo y acomodando los últimos pliegues de su ropa.
Le dio la dirección al taxista, indicando la parada del coche una cuadra antes.
Al pagar, tanteó con disimulo la cartera.
Caminó los cien metros con el alma en un hilo.
En el trayecto se arrepintió, contuvo el llanto y se prometió que haría todo lo contrario de lo planeado. Se prometió a sí misma reconquistarlo, decirle que lo amaba, que sería para él la mejor amante, la más perfecta mujer, que le cumpliría todas las fantasías y que no le importaba si había alguien más en su vida. Ella sería mejor mujer que cualquier otra. Se dio cuenta que la gente que pasaba a su lado la miraba con extrañeza. Entonces advirtió que había estado hablando sola en voz alta, en el medio de la calle.
No pudo más porque la angustia había comenzado a cerrar su garganta. Entonces corrió, con desesperación, prometiendo que lo perdonaría, que no le importaban sus ofensas, incluso aquellos golpes que él le propinó el día que abandonó el hogar por dos o tres días para regresar después.
Todo estaba olvidado, se dijo, cuando tocó el picaporte y la puerta se abrió.
Con sus incrédulos ojos enormemente abiertos y su boca con un gesto de espanto y asco, los vió.
Su marido y el joven rubio, ambos desnudos, se acariciaban en la cama evadidos del mundo terrenal. Era el amor entre dos hombres.
Uno, un sesentón avanzado; el otro no tenía más de 13 años y mostraba, desafiante, sus radiantes años juveniles. El rostro de su marido, por debajo del cuerpo del niño, se llenó de una sorpresa culpable que no detuvo la caricia íntima del jovencito y tampoco el movimiento de la mano de ella. Cuando abrió la cartera el arma relució, en ese cuarto desvencijado, que estaba pobremente iluminado. Apuntó sin saber adonde, porque ya no le importaba nada ni nadie. Cerró los ojos y oprimió el gatillo una y otra y otra vez hasta que el tambor vacío quedó girando sin control.
Tenía la cabeza oculta entre sus propios brazos para no ver aquella escena que segó la vida de los dos amantes y tiró por la borda su propia vida.
Con el revólver aún humeante en sus manos, cayó de rodillas cuando los habitantes de cuartos vecinos se acercaron como mudos testigos de un drama tan viejo como el mundo.

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