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Cuando San Cono en Florida recibió a Ramón Mérica

AGONISTAS Y PROTAGONISTAS DE RAMÓN MÉRICA.

Para contar e ilustrar cabalmente lo que es el 3 de junio en Florida un grabador, una cámara y las mejores intenciones no sirven de mucho…

San Cono
Me crié oyendo hablar de San Cono, uno de los mitos más eminentemente populares del Uruguay. Porque este mi país, como todos los países que comparten su carencia de un lejanísimo pasado o de leyendas precolombinas -lo que no pasa con Perú, lo que no pasa con Bolivia- tiene, a pesar de todo, su pasado y sus leyendas, más frescos, por supuesto, más módicos, pero quizá por eso mismo de una fuerza popular incontenible. Tengo mis dudas de que en Perú y en Bolivia, para seguir con los mismos ejemplos, existan equipos de fútbol que cuenten con el arraigo masivo de una nación que se divide para aplaudirlos o denostarlos como ocurre aquí con Peñarol y Nacional; también tengo mis dudas de que en otro país de Sudamérica coexisten dos fracciones políticas tan subjetivamente perfiladas como Blancos y Colorados. Eso, de alguna manera, es carismático del Uruguay, un pequeño país que siempre recuerda a los graciosos muchachos que durante años desfilaron en tinglados abiertos (como los cómicos de la Comedia dell»Arte en la Italia del Setecientos) con chistes y canciones que formaban como la Troupe Ateniense, un pueblo que siempre tiene a mano el legendario asalto de unos presos a una carbonería instalada frente a la penintenciaría donde estaban reclusos, una nación que languidece de emoción cuando 1924, 1928, 1930 y 1950 le reflotan las glorias de otros muchachos que hicieron saber al mundo quiénes éramos y dónde estábamos a través de sus glorias futbolísticas.

la fiesta de San Cono en Florida es la más desatada celebración pagana que se cumple en el país, una ordalía de altoparlantes y asado con cuero…

Entre esos mitos, esos recuerdos, esas muletas de la nostalgia, figura San Cono. Mito o recuerdo, nunca supe – hasta que me tomé el trabajo de averiguarlo con el pretexto de un reportaje- quién había sido, qué  representaba, cómo se había tramutado en una esencia de lo popular uruguayo un santo nacido a través de la adoración de campesinos italianos del Trescientos, por qué existía. Y así, una gélida madrugada de junio de 1974 -el día que se lo honra es el 3 de junio- me fui a Florida, ciudad de 50 mil habitantes a 100 kilómetros de Montevideo donde se generó el fenómeno de su adoración, y allí pasé todo un día observando, preguntando, caminando, indagando, tratando de investigar cuál era el motivo de esa adoración de toda una ciudad -y de gran parte de un país- por un santo que no cuenta con iguales favores en ningún otro lugar del planeta, ni siquiera en países vecinos. Gasté un día entero en esos trámites y todavía no puedo entender muy claramente qué es lo que pasa en Florida los 3 de junio.

Pero eso no importa, o por lo menos no me importa demasiado a mí. Lo fundamental de este fenómeno -como el del esperitista y manosanta Waldemar- es tratar de acercarse a ese mundo que se mueve por detrás de una promesa o una imagen, tratar de aproximarse a las motivaciones y apetitos que urgen a seres inocentes -y a veces no tan inocentes- a entregar sus más recónditas ilusiones a un hombre o a una estatua en la que creen encontrar un alivio a su dolor, un paliativo a su miseria, un techo a su desamparo, un paño tibio a sus heridas pustulentas.

 

San Cono es una celebración de clave absolutamente cinestésica, un torneo de olores, gustos y sonidos que sería imposible atrapar en el humilde área de un reportaje.

Lo que nunca nadie me había dicho -hasta que yo lo vi- es que la fiesta de San Cono en Florida es la más desatada celebración pagana que se cumple en el país, una ordalía de altoparlantes y asado con cuero donde los ex votos (los devotos, como me corrige admirablemente un vendedor callejero) se chamuscan bajo un mismo sol con las tortas fritas y los chorizos, donde las estatuitas del santo compiten en multiplicidad con la ignorancia de toda una ciudad que dice adorar algo que en realidad no sabe qué es, donde por un día -como en una delirante féerie proletaria- toda una muchedumbre deglute al mismo tiempo una hostia y una morcilla mientras canturrea Alabemos al Señor y la última cumbia de los Wawancó sin dejar de acompañar con la cabeza el impenitente Danubio Azul con que atropellan los altísimo parlantes.
Como suelo hacer, apenas creí terminado el reportaje y liquidada la grabación -el registro magnetofónico de todo lo que había escuchado en ese día- me puse a escuchar las cintas inmediatamente y tuve por primera vez una muy incómoda sensación: la de que el periodismo, como medio de expresión, lo mismo que la literatura (salvo que sea Proust) es terriblemente limitado cuando se trata de transmitir olores, sabores, perfumes, sonidos, condiciones humanas regidas por apetitos sensoriales irremediablemente pedestres. A cierta altura de la grabación, ya en pleno viaje de retorno a Montevideo, paré la cinta y me dormí. Fue una defensa momentánea -el sueño o el simple hecho de dormir opera en mí como una coraza contra algo que no quiero asumir- una especie de rechazo hacia una dolorosa convicción: nunca podría, por mejor que lo hiciera, transmitir lo que había visto, oído y sentido; podría, sí, intentar, una aproximación, porque la fiesta de San Cono es una celebración de clave absolutamente cinestésica, un torneo de olores, gustos y sonidos que sería imposible atrapar en el humilde área de un reportaje.

Fue así que, por primera vez, tuve la necesidad de recurrir a elementos extra periodísticos, extra literarios o como se los quiera llamar: de haber sido posible hubiera impregnado las páginas del diario con vahos del humo y la leña que despedían las parrilladas…

Fue así que, por primera vez, tuve la necesidad de recurrir a elementos extra periodísticos, extra literarios o como se los quiera llamar: de haber sido posible hubiera impregnado las páginas del diario con vahos del humo y la leña que despedían las parrilladas, hubiera querido manchar con grasa alguna zona de la hoja, hubiera querido estampar una chapita de cocacola en un rincón del plano escrito. Pero eso era imposible. ¿Qué me quedaba? Limitarme a lo posible. Así fue que recurrí a la intercalación sistemática de lo que vomitaban los altoparlantes con sus músicas y anuncios comerciales a viva voz, así fue que injerté simultáneamente esos fragmentos de pentagrama del Danubio Azul en un irritante arreglo para piano, así fue que una canción brasileña de moda se atreve sin timideces a compartir los sones del Himno a San Cono y la receta de las tortas fritas, así fue que un apostador callejero de quiniela se tramuta en un salvaje comerciante de ofrendas.

Sé que eso no alcanza, que la realidad -la grosera realidad enemiga de la imaginación, esa única otra realidad- es más brutal, más certera, más afín a la esencia de esta kermesse pagana, pero ¿qué le vamos a hacer? Para contar e ilustrar cabalmente lo que es el 3 de junio en Florida un grabador, una cámara y las mejores intenciones no sirven de mucho: lo que allí se precisan son micrófonos y una filmadora, pero cuando se ha elegido como medio de expresión el sordo trámite de la palabra escrita no hay más remedio que conformarse con lo que ese medio da. Valgan, pues, las páginas que siguen, como una aproximación -con lo cual ya me sentiría un tanto reconfortado, si alguien lo entendiera- como un reflejo en el agua de un fenómeno popular a cuya vera hemos crecido tantos y tantos uruguayos.

CONTINUARÁ (En el libro que estamos por reeditar “AGONISTAS Y PROTAGONISTAS” de Ramón Mérica).

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