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Juntos para siempre, de Leonel Tuana

leonel-tuana-portada-diario-uruguayLOS CUENTOS DE LEONEL TUANA.

La guerra suele esconder lo más ingrato del ser humano pero también, a veces, suele mostrar facetas inolvidables. Ese fue el caso de Fernando y Clotilde. Ellos fueron una pareja unida por el amor, por el sentimiento más profundo. Los unió la guerra pero también la guerra les hizo pagar caro el atrevimiento de amar por encima de todo.

 
JUNTOS PARA SIEMPRE
Los dos eran jóvenes, con 16 años cada uno. Ambos habían nacido el mismo día de abril pero con varias leguas de distancia. Se conocían desde los 10 años. Tiempo después, un día de inundaciones en el mes de enero una pertinaz lluvia de las dimensiones de un verdadero temporal, hizo que ella se cayera de su caballo que la despidió con un nervioso corcovo al sentir la mordida de una cascabel en medio de la tormenta. La joven cayó de espaldas en un profundo charco de agua que le salvó la vida y le evitó fracturas y otras lesiones. Cuando logró incorporarse, empapada hasta los huesos, él estaba cerca de ahí. No pudo llegar a tiempo para ayudarla. Por primera vez el joven se sintió arrebatado por aquella belleza de mirada dulce, sugestiva y un cuerpo que parecía mucho más atractivo ahora que sus ropas de verano se mimetizaban en todos los rincones mojados de su cuerpo.
Cuando se dió cuenta de cómo el joven la recorría con su mirada, el calor de la vergüenza le tiñó el rostro de un tono carmesí. Ella se cubrió las mejillas con las manos y después se cubrió el vientre con un gesto de desagrado. El tenía botas, ella no. El tenía una capa gruesa; ella comenzó a temblar de frío. De esa manera, la casualidad y el clima se confabularon para llevarlos a un tono común como si los uniera una misma sinfonía. Esa noche, al calor y la luz de una fogata, abrazados con ternura y contándose las cosas que todas las parejas se cuentan con las primeras miradas y con las manos juntas como si nunca quisieran separarse.
El intentó intimar mucho más y ella dominó la situación con esa habilidad que tienen las mujeres para evitar lo que saben que es inevitable pero que aceptarán cuando sea el momento oportuno, ni un minuto antes y ni un después. El joven entendió. Quitó sus manos del lugar prohibido. Fue en ese crucial momento que escucharon los primeros cañonazos. El sonido aún era un poco lejano. Sin embargo, ella se apretujó contra él.
Tenía miedo. Es que su padre había muerto en Maldonado a manos de las tropas inglesas de invasión.
Su madre y un tío viejo pudieron recoger el cadáver terriblemente desfigurado. La jovencita se estremeció al recordar el macabro espectáculo de su padre, con los ojos abiertos porque ellos no tenían ni siquiera dos monedas para cubrir los ojos del muerto. Viajaron por aquellas tierras solitarias, peligrosas, inhóspitas corriendo el riesgo de ser asaltados por partidas de indios o por matreros en fuga o ser atacados por tigres que aún deambulaban por la campaña desierta.
Sus padres la habían bautizado como Clotilde pero todos la conocían como Clo. Su madre repudiaba ese apócope porque según decía, no era digno de una niña virtuosa. Al oír eso, ella pensó en él enseguida. Sus pensamientos volvieron al momento de la guerra, las estampidas de los cañones eran más y más frecuentes y además ella advirtió que estaban mucho más cerca.
Miró hacia el horizonte y vió las negras nubes y escuchó las explosiones de las baterías inglesas. En el fondo de esos sonidos iba apareciendo como un marco de terribles presagios, la gritería de las tropas de asalto de los invasores británicos.
El muchacho tenía un físico bien desarrollado y ella se preguntó a sí misma por qué no estaba combatiendo.
El se llamaba Fernando y era hijo de unos acaudalados granjeros que apoyaban y defendían la independencia comercial y querían romper la coyunda que los ataba a España, idea que estaba germinando en las ruedas de mate amargo, generalmente en reuniones secretas que se hacían en los graneros. Pero nada pasaba de eso, hasta que todos vieron la enorme flota invasora ocupar y dominar el Río de la Plata, desplegándose en un semicírculo de fuego. Después fueron desembarcando las tropas. Tambores, pífanos y clarines que marcaban el avance de los atacantes. Clo y Fernando comenzaron a correr rumbo a la ciudad amurallada.
Para entrar en la Ciudadela necesitaban cambiar sus ropas, obtener una luz y armas de algún tipo porque llegar hasta la fosa de una de las enormes puertas de acceso, significaba sortear numerosos peligros.
A unos pocos metros, en la penumbra del atardecer, distinguieron una patrulla española que protegía a soldados cargando carromatos conteniendo vasijas de barro para el agua. Otros grupos armados hacían lo mismo en la zona del puerto de Montevideo aunque ese lugar estaba vigilado por tropas de asalto invasora. Montevideo estaba rodeada aunque ofrecerá una dura resistencia.
La joven Clo abrazó a Fernando y le pidió que la llevara al mundo de la resistencia porque quería luchar. Ambos sabían cómo manejar armas y tenían la experiencia con mosquetes y con armas blancas. En aquel Montevideo amurallado, quien más quien menos salía a cazar o pescar con sus mayores o con los esclavos para proveer comida a la familia. Entraron a la Ciudadela con la lentitud habitual para quienes lo hacen por vez primera. Al mismo tiempo la batalla comenzó a desarrollarse con verdadera furia tanto para los atacantes como para los defensores aunque las fuerzas eran muy dispares.
Clo y Fernando se protegieron en una casa abandonada junto a la Iglesia. Por el momento, la lucha estaba focalizada en el Cordón aunque el grueso de la infantería británica buscaba un lugar más débil para anular la resistencia.
Los jóvenes, imbuidos por la fe en sus propias fuerzas y en el amor que comenzaba a unirlos, buscaron el refugio dentro de la casa para tratar de amarse ante la probable inminencia de la muerte.
En medio del drama que los rodeaba, ambos se entregaron sin reservas, haciendo el amor como si ese fuese el último día de vida. Como buenos arianos tenían ese don de sentir los presagios afortunados pero también lo más penoso de la condición humana o lo mas desgraciado. Después de dos horas, el fuego de fusilería y el tronar de los cañones estaban casi a las puertas de la ciudad. Fernando se levantó, le dió un beso prolongado a la joven que había convertido en mujer y le hizo un juramento:
-“Estaremos juntos para siempre”.
Muy pronto cumpliría su palabra. Bajó por la endeble escalera de madera y vió que la metralla caía muy cerca de la casa abandonada así que regresó.
Le costó mucho esfuerzo convencerla de cambiarse de lugar. Finalmente entre mimos, besos y rápidos abrazos, la convenció.
Las bombas de los cañones ingleses caían cada vez más cerca. Tanto fue así que ella abandonó aquel ardor patriótico del principio y luchó para seguir en ese refugio- Entonces, el joven la escondió a ella en un desván improvisado y le volvió a jurar que no la abandonaría nunca.
-“Voy a volver “, le dijo. – Y le dió el último beso.
Salió y se perdió en la negrura de la noche que solo iluminaban los estallidos de las bombas inglesas.
La batalla tomó otro giro y se concentró en el Cardal. A la madrugada una figura joven avanzo entre los escombros. El sol surgió para iluminar la escena. Todo era un caos. La casa había sido destrozada. No existía. El entró a duras penas por un agujero y cayó en el desván donde había dejado a Clo pero ella no estaba. Busco rastros cercanos de sangre pero no había. Entonces su esperanza renació. Comenzó a buscar, entre los escombros y a separar grandes trozos de madera y piedras.
Así descubrió, con enorme angustia, la mano de ella porque tenía su anillo que él conocía. La desesperación lo invadió y paralizó sus manos. Cuando llegó al cuerpo semi aplastado de la mujer que amaba, la abrazó y comenzó a llorar. Primero, fue en silencio y después sus gemidos fueron creciendo de a poco en intensidad hasta que su garganta emitió gritos de dolor y de una furia que parecía temible.
Tres infantes británicos oyeron esos lamentos y bajaron al destruido desván.- El no los vió ni los escuchó.- Seguía abrazado a Clo y gritando como un poseído.
El sargento inglés miró a sus compañeros y sin decir una palabra apuntó su arma, serenamente, con calma y disparó.
El no murió enseguida, tuvo una larga agonía en la que musitaba, en todo momento el nombre de ella.
Las bombas comenzaron a caer más cerca todavía por lo que los tres soldados británicos se aprestaron a escapar.
Entonces, como en todas las guerras, el pillaje llegó y con él lo más odioso y repudiable del ser humano. Uno de los soldados se acercó al cuerpo de la joven y arrancó una cadena de oro. En ese momento, el muchacho se movió y con el último aliento se aferró al brazo del ladrón. El soldado, sorprendido y asustado, esgrimió su mosquete y golpeó al joven en la cabeza y lo mató. Fernando cayó sobre la que había sido su mujer pocas horas antes. El quedó sobre ella en una actitud que parecía ser su abrazo definitivo, postrero. El último grito de amor que reafirmaba aquel juramento, expresado en el embeleso del amor, de la noche más hermosa de sus vidas porque al fin estaban juntos para siempre.

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