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Hermanos de sangre, de Leonel Tuana

leonel-tuana-portada-diario-uruguayLOS CUENTOS DE LEONEL TUANA.

Las luchas fratricidas jalonaron buena parte del principio del 1900. Fueron luchas dramáticas que mostraron lo peor del ser humano porque era una guerra sin cuartel, sin perdón.
Se vivieron durante todos estos años de guerra civil numerosas historias que en realidad a mucha gente le ha puesto la piel de gallina. Tirios y troyanos asesinaban a mansalva a todo aquel que se atreviese a arriesgar parte de su vida o su vida misma. Los árboles cercanos a las ejecuciones de los prisioneros eran una vívida muestra de lo que puede la saña sin control del ser humano. La mayoría de esos árboles habían sido desguazados por la artillería que luego complementaron los tiradores de las partidas de ejecución. Aquí ya no importaba una plegaria porque la mayoría de los hombres apretaban sus dientes antes que los pocos segundos de los fusiles les dejaban libre. Era horrible. Se mataba sin misericordia, se mataba sin contemplaciones. Por todo eso es que este relato, a lo largo del tiempo, se transformó en un ejemplo de cobardía o de suprema valentía cuando el plomo de las armas cercenaba la vida de los condenados.

 

HERMANOS DE SANGRE
El sol provocaba al mediodía temperaturas insoportables para los hombres enfrascados en la tarea habitual de su especie.
Esa tarea fue iniciada desde el fondo de los tiempos, en cuevas milenarias. Aquellos hombres estaban matándose – entre sí – a pesar de ser herederos de la tierra que pisaban.
El enorme campo, a escasos kilómetros de la frontera con Brasil, se hallaba ensangrentado y repleto de cuerpos en posiciones imposibles, contorsionadas de tal manera que si no fuese un teatro dramático y penoso, podrían haberse calificado de poses graciosas o ridículas. Los enterradores apenas podían caminar entre los muertos y heridos.
Muchos de los hombres caídos en la batalla quedaron arracimados, unos sobre otros, como si la muerte los hubiese hermanado en el ultimo instante. Lanzas de dos metros asomaban en infinidad de sitios con un toque de brillantes colores de sus pendones agitándose en ese trágico sitio. Los blancos muñones de los árboles, desguazados por la metralla, eran mudos testigos del drama.
Desde la distancia y a través del humo que ensombrecía retazos de la tarde, las lanzas formaban un bosque fantasmal mientras se mecían agitadas por el viento que reaparecía a cada rato. Estaban clavadas en centenares de soldados, algunos sucios de sangre y sufrimiento y otros en la grotesca inmovilidad de la muerte.
El hedor, penetrante, y repulsivo, emanaba de los cuerpos con los primeros signos de descomposición. Expuestos a temperaturas de más de 40 grados en ese verano de enero, muertos y heridos llevaban muchas horas bajo el calcinante sol veraniego. El aroma pegajoso, se expandía impúdicamente por todo el escenario y ofendía el olfato de los sobrevivientes, a pesar de tapabocas y pañuelos cubriendo los rostros cetrinos y abotagados de aquellos soldados empeñados en descubrir heridos y salvar a muchos de sus compañeros que estaban al borde de la agonía. Otros combatientes recorrían ese muestrario de horrores, dando pequeños saltos entre los muertos, ejecutando la peor de las tareas nunca aprobadas pero siempre permitidas con disimulo por el Estado Mayor triunfador, como botín de guerra: el saqueo de los cadáveres, sistemático, deleznable, grosero, sin nada de respeto.
En la rigidez de la muerte, la tarea era obscena y empequeñecía a los vencedores de ese día.
Los incendios, que matizaban el escenario enviando hacia el cielo negras columnas de humo, escondían la destrozada retaguardia del ejército derrotado que, a lo lejos, marchaba humillado y abatido no solo por sus adversarios sino también por el peso irreparable de más de 2200 hombres caídos esa mañana en sus filas en una lucha fratricida donde nadie pidió ni dió cuartel.
Los movimientos militares de los dos ejércitos habían comenzado al alba, cuando el sol aún no había despuntado en el horizonte y los jirones de color azul pálido se mezclaban con toques de un naranja desvaído en el firmamento manchado por los estertores de la noche que moría lentamente. Era una hora impropia para mover numerosos escuadrones de soldados aguerridos pero que soportaban con ese inexplicable estoicismo de la infantería, el sueño y el cansancio transformados en pesados párpados, en bostezos interminables y en una marcha a campo abierto que era todo un suplicio. Los cañones más pesados ahora que la noche anterior, estaban siendo arrastrados cansinamente entre el fango por caballos percherones.
La caballería, con sus elegantes jinetes de pulcros uniformes, deambulaba por barrancas peligrosas y arroyos desbordados cuya mayoría no daba paso. Una llovizna pertinaz, que calaba hasta los huesos de los soldados que habían sorteado la muerte, comenzó a caer como afilados aguijones sobre las espaldas ya empapadas de miedo, sudor y rabia de los hombres en desbanda. El ejército vencido había quedado aislado en la primera hora de la refriega y nunca pudo lanzar a tiempo los escuadrones montados para evitar los movimientos envolventes del enemigo.
Sobre una colina situada en la lejanía se veían minúsculas figuras semejando pequeñas hormigas, desplazándose sin orden alguno, moviéndose erráticamente y tratando de ganar las últimas elevaciones del terreno. El grueso del ejército desbaratado huyó vergonzosamente del campo de batalla resistiendo y a veces enfrentando, en su desesperación, las amenazas de los oficiales que intentaron contenerlo.
Algunos llevaban sus fusiles arrastrándolos detrás de ellos por el caño, dejando una huella en los pastos húmedos como si fuera la marca de la ignominia. Otros tenían sus uniformes desechos, la mayoría lucía vendajes sucios y manchados de sangre de sus cabezas, manos, rostros y piernas.
Avanzaban sin destino fijo, como muñecos sin control, perdida toda esperanza y sin consuelo.
Aquí y allá aparecían los cadáveres de soldados, diseminados por la ruta de la derrota, con sus cabezas destrozadas por impactos de bala.
Algunos murieron con sus manos atadas a la espalda.
Los oficiales les habían disparado a quemarropa tratando de evitar el desastre de la cobardía colectiva. De esa manera daban un ejemplo, deliberado y terrible, al ejecutar sumariamente a los desertores cuya última condena era la vergüenza de la desnudez definitiva saqueados por sus propios compañeros. Sin embargo, aquellos fusilamientos a boca de jarro solo lograron aumentar la cantidad de muertos y una fuga masiva de hombres, dominados por la locura que ahora estaba en su apogeo.
Un solitario clarín emitía sonidos discordantes, empecinados, lastimeros, en manos de un viejo soldado que yacía recostado a su cabalgadura, desmembrada por un disparo de cañón. El viejo, de rostro curtido en mil batallas, con una barba espesa manchada por hilos verdosos y amarillentos del tabaco masticado, tenía una pierna seccionada a la altura de la rodilla, sostenida apenas por restos de hueso y piel.
El brazo izquierdo estaba aprisionado por el peso de su caballo. En esa posición grotesca, el fatigado “trompa” seguía cumpliendo su deber, a las puertas de la muerte, haciendo que su desafinado instrumento vibrase esporádicamente con las notas del llamado a la carga, en una convocatoria sonora e insólita que nadie escuchaba.
De pronto, como un rayo que abriese el cielo, el sol surgió otra vez con todo su esplendor iluminando cada barranco, cada pliegue del terreno y barrió las nubes como si fuera una mano gigantesca actuando en un mundo liliputiense. La claridad repentina descubrió, entonces, dos figuras extrañas que estaban en aquel dramático teatro de guerra llevando mediante empujones, culatazos y puntapiés a una docena de hombres que tenían sus manos atadas a la espalda con alambre, de una forma cruel y dolorosa. La mayoría de ellos fueron obligados a torcer de tal manera sus brazos hacia arriba que sus cuerpos estaban encorvados. Cayendo y levantándose cada poco trecho, aquellos prisioneros marchaban hacia un destino ignorado. Los que caían eran ayudados por otros con el simple recurso de usar sus pies y sus rodillas para obligarlos a incorporarse hasta que el culatazo llegaba y la ayuda cesaba.
La penosa marcha acabó junto a un pequeño claro del terreno que rodeaban los únicos árboles que no fueron alcanzados por la metralla de ambos bandos.
Un pelotón de fusilamiento estaba recogiendo los cuerpos de cuatro hombres que tenían las charreteras distintivas de los oficiales manchadas por la sangre fresca que se derramaba sobre sus pechos. Algunos tenían el rostro desfigurado allí donde las balas habían penetrado.
Otros mostraban en sus rostros una última expresión casi beatífica como si la muerte hubiese llegado para calmar sus angustias y desesperanzas. Unos pocos fueron alcanzados por las balas en la parte posterior de sus cabezas. La mitad de esas cabezas ya no existía. Era evidente que en el instante final de sus vidas, esos soldados habían elegido evitar la destrucción de sus rostros. Ahora sus cuerpos inertes iban a ser transportados, sin ceremonia alguna, hacia una carreta que los llevaría a una fosa común. Cuando la pequeña caravana de cautivos entró al rellano, se inmovilizó con la angustia y el temor reflejado en sus ojos. Unos y otros se miraron buscando apoyo, quizá consuelo. Advirtieron enseguida que el pelotón de fusilamiento se estaba retirando junto con la carreta que llevaba los muertos y una expresión de alivio embargó los espíritus de aquellos combatientes que en el campo lucharon con honor e hidalguía. Los nervios se aplacaron y se buscaron, unos a otros, para reconfortarse con la sola aproximación de sus lacerados cuerpos. Repentinamente, el seco sonido de las bayonetas encastrándose en la boca de los fusiles de los dos guardianes puso en estado de alerta al grupo maniatado. Se buscaron de nuevo con la mirada trémula pero ya era tarde para ellos y para el resto de los vencidos.
Uno de los guardias los fue arrinconando a punta de bayoneta a un costado de los árboles, contra un grupo de rocas que tenían la mitad de la altura de un hombre.
Cuando los tuvo a su merced, aguijoneados por la bayoneta, los obligó a darse vuelta y ponerse de rodillas a centímetros de aquel parapeto de piedra. El oficial de mayor graduación entre los prisioneros se puso de pie y enfrentó a sus captores.
El oficial, con una venda ensangrentada en su ojo derecho y otra herida dolorosa en su costado, causada por un lanzazo comenzó a increparlos sobre la forma que creía que se les iba a fusilar. De rodillas y por la espalda que era la forma de ejecutar a los traidores. La única respuesta fue un furibundo culatazo en el otro ojo que derribó al oficial sobre sus compañeros. De inmediato el otro guardián, sin decir una palabra, pareció adoptar una actitud más benevolente y comenzó a ayudarlos a ubicarse cerca del grupo de rocas. El oficial derribado por el culatazo quedó donde había caído. Estaba muerto.
El resto de los hombres, impactados por la violencia a que estaban siendo sometidos, aún no podían vislumbrar el destino que les esperaba.
Con rápidos y certeros golpes de fusil en la parte baja de sus cabezas, los hombres ya condenados cayeron contra el muro de piedra y dejaron sus cuellos expuestos al sol.
Sin demora, el otro guardia exhibió una filosa cuchilla y con pasos rápidos asestó un golpe y otro y otro más. Sólo se oía un gemido muy quedo de cuando en cuando y el seco golpe de alguna cabeza seccionada totalmente que caía y rodaba unos pocos centímetros en el suelo. El degollador, transpirado copiosamente continuó imperturbable su demoníaca tarea mientras la sangre empapaba su uniforme y sus manos eran irreconocibles por la saturación enrojecida y porque se estaban formando costras secas entre sus dedos. Uno de los prisioneros intentó escapar saltando por encima de la valla de piedra y fue muerto de un tiro en la cabeza. De inmediato el hombre de la cuchilla sorteó el obstáculo y degolló al caído como una especie de castigo postrero e inútil. Cansado, con los músculos de su brazo derecho acalambrados, cesó repentinamente la indigna faena.
Quedaba el último hombre de la fila quien se había resignado y estaba elevando una plegaria a su Dios. Los dos guardias lo observaron durante un largo rato y por un gesto indolente que ambos hicieron parecían dispuestos a perdonarle la vida. Se pusieron de pie, recogieron algunas pocas pertenencias de los cuerpos decapitados sin quejas por tener que mover brazos y piernas de los muertos. El horror no figuraba en el diccionario de estos individuos transformados en despiadados verdugos. El degollador abrió el camino de la retirada y enseguida le siguió su compañero con el fusil en la mano derecha y en la otra mano las mejores botas que ambos le quitaron a varios muertos y que se las repartieron cuidadosamente.
Caminaron unos veinte metros, saltaron sobre los árboles caídos y llegaron a una elevación distante treinta metros del murallón que aún tenía recostado sobre su garganta al único sobreviviente de la matanza. En esa elevación miraron hacia atrás al mismo tiempo, como si se hubieran comunicado telepáticamente. Sus ojos se interpretaron a la perfección procreando el mismo diabólico pensamiento. Entonces, con un gesto aburrido el más joven dejó caer el botín recogido, empuñó su fusil, puso una rodilla en tierra y con un solo tiro mató al oficial que había estado rezando a su Dios en la muralla de piedra.
El tirador nunca supo que el hombre que había matado sin misericordia llevaba su mismo apellido, había nacido de la misma madre a pocas leguas de ese sitio.
Jamás pudo adivinar que era su hermano de sangre.

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