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El paisanito, de Leonel Tuana

LOS CUENTOS DE LEONEL TUANA.

leonel-tuana-portada-diario-uruguayMorir en batalla no era una de las premisas que el joven tenía en su mente. Al contrario. Cuando lo vió con su porte militar, erguido e imponente, supo lo que sucedería. El muchacho era muy joven tanto que apenas había cumplido los 14 años. Sin embargo, ya era un experimentado combatiente que intentaba defender a la Banda Oriental de sus principales enemigos, que, en ese momento eran los curtidos soldados brasileños que habían invadido el territorio.
Así que el drama estaba abriéndose paso por entre la bruma de la mañana en los soleados campos del arroyo Mansavillagra.
El jovencito estaba rememorando, sin saberlo, el viejo y bíblico enfrentamiento ente David y Goliat. Así comenzó el drama de este chiquilín que no tenía más un metro cincuenta de estatura aunque su resolución y coraje sobrepasaba con mucho la pequeñez de su cuerpo comparado con el jinete brasileño que hacía caracolear su montura como para anunciar el comienzo de lo que Ustedes leerán en pocos segundos.

 

EL PAISANITO
A las tres de la tarde la batalla estaba a punto de terminar después de 8 horas de combates. Aquel paisanito, de tan corta edad como de estatura, tenía pequeñas heridas de metralla en parte de su cuerpo. Las nubes comenzaban a avanzar más rápidamente como si quisieran ocultar el sangriento escenario y darle descanso a los ateridos músculos del muchacho que recién había cumplido los 14 años. Lazo, cuchillo y boleadoras habían sido buena parte del recurso utilizado para enfrentarse a los entorchados soldados del ejército invasor brasilero. Entonces, por entre la bruma que oscilaba arriba y abajo del campo de batalla, lo vió.
El caballo caracoleaba entre los cuerpos inertes, pero se dió cuenta que aquel moreno, de enorme porte, había perdido la chaqueta militar y lucía un abdomen liso que parecía duro como una piedra. El soldado tenía el cabello crespo y corto, como pegado al casco de su cabeza. Su hombro izquierdo parecía ensangrentado.
El paisanito estaba de a pié y enseguida se dio cuenta que si hubiese otro choque entre ambos, el podía perder la pelea y terminar muerto. Giró su cuerpo buscando una lanza, de aquellas que él había usado tantas veces en patriadas parecidas. El enorme moreno tenía una vincha de color indefinido seguramente – pensó – para contener el sudor de la frente. El brasilero también lo vió y enderezó su cabalgadura hacia él. Lo hizo con prontitud, como entendiendo el terreno que su caballo pisaba.
Las tropas ganadoras estaban recorriendo el terreno conquistado y nadie intervino para interrumpir aquello que se estaba gestando a la distancia. El soldado se detuvo porque el grupo oriental era numeroso y pasó a todo galope a unos 50 metros sin detenerse a atacarlo. La inspección continuó y el paisanito descendió a un gigantesco hoyo que abrieron las balas de los cañones enemigos. Allí estaba una larga lanza ennegrecida pero entera. Era pesada para el pequeño joven pero la cargó igualmente. Cuando alcanzó la orilla del hoyo no vió al moreno, entonces trepó el último tramo y se recompuso porque descubrió a unos cien metros, otro hoyo pero éste estaba repleto de agua así que pensó en limpiar algunas de las heridas que más lo molestaban. Corrió por entre grupos de heridos y muertos, hasta que llegó verdaderamente fatigado, porque no estaba acostumbrado a cargar esa pesada lanza brasilera. Además, se dió cuenta que había perdido bastante sangre.
El paisanito dominaba lanzas de liviana caña tacuara con tijeras a modo de cuchillas atadas una y mil veces para no perderlas cuando las tijeras penetrasen en el cuerpo de los adversarios o un sablazo las desprendiesen, en el fragor de la batalla. Instintivamente tocó la punta de la nueva lanza para probar lo que ya sabía.
El sol reflejó sus rayos de octubre para descubrir un minúsculo hoyo artificial hecho por las concentraciones de la metralla. El agua era poco limpia así que se inclinó y mojó su rostro y cabeza sin preocuparse más de sus heridas; el agua reflejó su imagen y pensó cómo iba a enfrentarse por segunda vez con tantos rastros de sangre. Salió del agua y buscó entre los numerosos muertos que jalonaban aquel terreno anegadizo donde el agua estaba teñida por la sangre de los combatientes.
Por fin descubrió una chaqueta militar sucia pero sin roturas, la probó y vió que era de su talla. El paisanito, entonces, emprendió la búsqueda de su unidad que provenía de las tropas al mando del Teniente Coronel Simón del Pino de Canelones.
La tensión nerviosa comenzó a desaparecer y surgieron la sed y el hambre. Buscó entre los muertos a su paso pero no tuvo suerte. Unos metros más adelante descubrió una vieja y casi destartalada cantimplora. Aplacó la sed con agua tibia que le pareció aceitosa y tuvo una arcada como para vomitar pero lo evitó con fuerza de voluntad. Siguió buscando, revisando uno y otro muerto, hasta que la caramañola de un brasilero tenía una hogaza de un pan negro. Revisó el horizonte para que nadie lo sorprendiera mientras comía. Se sentó al lado del muerto pero lo empujó unos metros porque no quería ver las impresionantes heridas de su cabeza.
Los clarines comenzaban a sonar llamando a la tropa dispersa pero no hizo caso. Al principio tragó aquel trozo de pan que le pareció sabroso pero en realidad la sal abundante le daba ese gusto.
Después detuvo la desesperación por la comida, y poco a poco el pequeño festín fue perdiendo interés.
Grandes columnas de humo festoneaban el campo de batalla. Aquí y allá vio varios caballos sin jinete pero le dio preferencia a las botas de potro que había visto metros antes. Estaba descalzo y no supo cuando ni cómo había perdido las suyas, también había perdido el medio poncho que llevaba sobre su hombro derecho, los días de pulpería y especialmente en los bailes improvisados en los patios polvorientos de la estancia donde trabajaba.
Allí había nacido, allí se hizo hombre con chinas cuarteleras, allí también le habían curado las primeras heridas traídas de su bautizo de fuego cuando recién cumplió los 12 años.
Nunca conoció a su padre y por eso un viejo soldado de los batallones del Coronel Leandro Olivera lo aconsejó, le enseñó el arte de la guerra y lo previno sobre el amor entre aquellas mujeres de la estancia que no eran de nadie y eran de todos.
Una de ellas había sido su madre pero como lo criaron entre todos y un día de invierno la que había sido su madre o al menos la que lo había parido, se fue de la estancia con un indio charrúa amancebado. Los miró alejarse a caballo y en medio de la gritería de los demás. Así fue perdiendo la imagen materna, esa que nunca tuvo en su corazón.
El paisanito estaba junto al cadáver, cavilando sobre su suerte y en cómo la estancia era su hogar. Llegó a la conclusión que peleaba contra los invasores, según había explicado el patrón, pero sabía que, en el fondo de sus pensamientos, luchaba para defender el hogar donde había nacido y la amistad que, poco a poco, fue descubriendo en el viejo soldado, en las chinas que lo curaban, le lavaban la ropa en la orilla del río. También le festejaron su cumpleaños con mazamorra, tortas fritas y mate cocido cuando entraba la primavera. Siempre supo que ni él ni nadie recordaban, en realidad, el día en que había nacido. Se sorprendió al escuchar los cascos de un caballo a sus espaldas. Giró sobre sí mismo mientras manoteaba las boleadoras, envainó el largo cuchillo para tener las manos libres y buscó la lanza mientras se incorporaba a medias. Tal como pensó, era el brasilero que a todo galope venía para intentar rematarlo. El caballo corría con la testuz erguida, en plena carrera, acicateado por el jinete que tenía un sable curvo en su mano izquierda. El rostro del moreno mostraba la decisión pintada en los pómulos, los dientes apretados, en la inclinación clásica para golpear desde la montura. Venía a matar. El muchacho se desentendió, por un instante, en ese momento de nervios  y miedo, de la lanza que estaba cerca pero no recordaba donde. El caballo se fue acercando más. El se puso de pié, con sus piernas abiertas, el cuchillo tipo facón de unos 35 centímetros nuevamente en su mano derecha y las boleadoras haciéndolas girar por encima de su cabeza, a grandes y veloces círculos. El soldado a caballo frenó la velocidad de su cabalgadura porque sabía, por experiencia, lo que el muchacho hacía con las boleadoras. En el choque de esa mañana lo volteó del caballo con un golpe rozó su cabeza pero no logró alcanzar su cuello. Por eso pudo salvarse y correr al encuentro del jovencito mientras desenvainaba el sable curvo. El muchacho también corrió con el facón empuñado. Ambos se hirieron al estilo de un duelo criollo.
El paisanito recibió cuatro dolorosos cortes en el brazo, que le quitaron fuerza y precisión. El soldado recibió dos puntazos en el estómago y un corte profundo en la pierna derecha que lo obligó a trepar de nuevo en su caballo y pelear desde allí. Es que ya no podía caminar así que era imperioso matar a su oponente.
Ambos estaban sudorosos, cansados, con un stress profundo. La lucha se detuvo un momento, los luchadores se miraban buscando el punto critico por donde canalizar la muerte. El brasilero espoleó su caballo y emprendió una nueva carga apuntando su sable a la cabeza. El paisanito se afirmó en sus pies y levantó el facón para que lo viera y no se fijase en las boleadoras que ahora tenía con rienda corta, a su izquierda y en la pierna ocultando el giro para poder lanzarlo a las patas del caballo.
Ambos se embistieron al mismo tiempo a los 20 metros de donde estaban pero ninguno quiso atacar al otro. Hubo una segunda carga y esta vez con gritos y maldiciones en portugués y en un raro español. Tampoco chocaron pero llegó la tercera carga, el jinete cambió el ángulo de ataque y achicó la distancia entre ambos; en este punto el soldado a caballo descubrió las boleadoras, picaneó su caballo y se lanzó a toda carrera pero, en el último momento derivó el caballo a la derecha, el paisanito lanzó las boleadoras pero no pudo enlazar las patas del animal, las boleadoras se perdieron entre los matorrales cercanos. El caballo llegó con un resoplido y recibió un puntazo en la parte externa de una de sus patas. El brasilero tiró un terrible sablazo a la cabeza, el joven levantó el facón pero ángulo y violencia estaban en su contra, el sable siguió su curso, cortó el brazo derecho del joven e hizo saltar el facón que salió disparado hacia los matorrales. Del brazo salieron grandes chorros de sangre. El joven sabía que no podía correr más que el trecho calculado porque la pérdida de sangre sería fatal si el caballo herido no lo alcanzaba antes.
Al fin llegó adonde había ocultado la enorme lanza de mas de dos metros. El jinete lo seguía estimando que el joven ya era hombre muerto. El brasilero detuvo su caballo y comprobó que la herida no era grave así que decidió la última carga. El paisanito estaba caído de bruces en los altos matorrales, incorporándose lentamente y cayendo sucesivamente, lo que animó al jinete que desató una carrera mortal. El caballo relinchó cuando el soldado clavó sus espuelas en los íjares del animal que cubrió en segundos la distancia. Cuando llegó en imparable arremetida a dos metros del paisanito, éste levantó la lanza en un ángulo de 45 grados. Estaba clavada muy hondo en el piso. El caballo embistió la lanza que se clavó en el corazón del animal y despidió al jinete. El hombre perdió el sable y cayó a los pies del paisanito que ahora tenía el facón en su mano izquierda. De un tajo rápido y profundo cortó la garganta de su adversario y zanjó una lucha que había comenzado, una mañana, cuando despuntaba el alba.

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