Artes y Cultura

El arte no tiene moral para Antonio Pippo

GRANDES MAESTROS. Antonio Pippo para Diario Uruguay.

Imagine, lector, que Van Gogh le exhibe “El cartero Roulin”, una de sus pinturas de 1887 que representan el nacimiento del arte moderno, y a usted –que debería disfrutar hasta el estremecimiento de ese impacto ardiente caracterizado por la nitidez de los contornos y la luz total- se le da por hablar de las tendencias neuróticas del artista.

Imagine que Nijinsky baile “Le sacre du printemps”, y a usted –que debería gozar de la plenitud que semejante belleza permite- se le da por ponerlo en tela de juicio por sus inclinaciones homosexuales.
Imagine que Borges le recita “El Sur”, de su libro fundacional “Fervor de Buenos Aires”, y usted –que debería extasiarse ante ese escueto, deslumbrante poema- se le da por recordar que el artista, una vez, dijo que “la democracia es un abuso de las estadísticas”.

E imagine ahora que Maradona rejuvenece y vuelve a jugar al fútbol como los dioses, venciendo al tiempo, y usted –que debería sentirse transportado al espacio estelar por el goce y el sentimiento de pureza que emanan de las piruetas de esas cortas piernas mágicas- se le da por inquietarse, rasgando las vestiduras, porque el excelso jugador ha confesado que muchas veces consumió cocaína y su vida personal ha sido un compendio de barrabasadas.

Como decía mi amigo Epifanio, hay un error en alguna parte.
Y me voy a quedar con Maradona, sin despreciar, obviamente, los otros ejemplos que, en realidad, me han servido de soporte para llegar al punto que quiero.

Sí. Maradona ha sido un artista lúdico, quizás el último representante de una especie en extinción, aquella que abominó de la vulgaridad y ha mantenido enhiesta, aun en medio de la violencia y la mezquindad, la idea de que el fútbol es un juego pensado para la felicidad propia y de los otros.

Recuerdo a dos maragatos de quienes me he declarador deudor perenne de alegrías. Uno, el Cacho Mareco: petiso, encorvado y con las piernas torcidas y huesudas, cada vez que agarraba la pelota provocaba un resplandor catártico; nos purificaba, nos bendecía y nos transportaba a la liberación. Claro, el Cacho, cuando la necesidad apremiaba, también robaba gallinas o bicicletas, frecuentando los calabozos; pero nosotros aguardábamos ansiosos sus salidas para que nos volviera a abrigar con su genio. Más o menos así pasaba con el Negro Collazo; solía visitar las comisarías por timbero y peleador, pero en las canchas, !ah!, cargando sobre su alma inmensa un físico abundante, causaba borracheras de placer al cabo de las cuales nos sentíamos mejores.

!Cuánta felicidad, de a ratos, como sucede siempre con la felicidad, nos regalaron el Cacho y el Negro!
El arte no tiene moral; su esencia, en todo caso, expresa un carácter terapéutico que debería celebrarse. Pero, qué pena, hay personas que persisten en la incomprensión y confunden las cosas; se empeñan en demandar de los grandes artistas un determinado comportamiento: si no se convierten en los límpidos ejemplos para la sociedad que su mojigatería exige serán condenados a un juicio apocalíptico. Y el genio del artista quedará sepultado bajo la censura de estos catones de la sociedad.

Obviamente, dejando cualquier febril imaginería de lado, Maradona no volverá a jugar al fútbol. Ignoro qué hará con su vínculo con este deporte, su gran amor. No sé si seguirá consumiendo cocaína, cambiando de mujeres como de calzoncillos y yéndose de boca a cada rato hasta el final de sus días. No es el punto. Más bien se trata de entender que el rechazo del arte futbolístico, de su belleza y del placer y de la alegría que despierta, por razones ajenas a su esencia y a su verdad, es un pecado irredimible.

Se trata, sí, de decirles a unos cuantos pacatos que suponen que estos genios, por su vida personal, pervierten a los demás. Esos pacatos son los que sentencian que un artista –de la pintura, del baile, del fútbol- es alguien público y por tanto le debe a la sociedad una conducta ejemplar. No, esas personas no son públicas en un sentido tan amplio; son populares. Y su vida privada, aunque sea exteriorizada en este mundo mediático desproporcionado, es cosa de ellos y no puede poner en entredicho su arte.

Al final, ¿cómo puede ser malo para la sociedad aquel que puede regalar tanto disfrute, tanta felicidad?
Maldad es otra cosa. Si hablamos nuevamente de Maradona y de fútbol, malo es el que castiga sin piedad a la pelota, el que golpea a sus congéneres y desquicia al espectador, devolviéndolo a su hogar lleno de resentimiento y deseos de venganza. Malos son esos que sólo generan espasmos, amargura, odio. Idénticos a aquel por quien Shakespeare hizo exclamar en “Julio César” a un ciudadano, con razón: “!Despedazadlo por sus malos versos!”.
Eso sí que es –como el fútbol que se perpetra hoy en Uruguay- un delito contra la sociedad.
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N. del A.
Esta columna fue escrita en 1997, cuando circuló en Uruguay la versión de que Maradona vendría a jugar a Peñarol, la cual despertó una suerte de esquizofrénica oposición de los “moralistas”. La columna desató una extensa e intensa polémica. Creo que su replanteo, con las lógicas modificaciones que introduje para favorecer su comprensión, supone el tratamiento, admito que debatible, de una realidad que no ha perdido actualidad.

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